DIVORCIO DIFERIDO IV La batalla de las almas

SINOPSIS

Este libro cierra la saga de Divorcio Diferido, aunque puede leerse de forma independiente. Madame Clerk, una reconocida médium, se verá involucrada en una Sociedad Espiritista, dirigida por un científico poco ortodoxo que ha realizado un descubrimiento único. ¿Crees en la vida después de la muerte? ¿Quieres saber que hay en el Más Allá?. Sumérgete en esta tétrica aventura donde nada parece lo que es y cualquier cosa es posible... 


Prólogo de Eliana Soza

Divorcio Diferido IV La batalla de las almas, es el cuarto libro de una saga que comenzó con un relato en una plataforma para escritores. Allí, Daniel Canals publicaba capítulo a capítulo, generando gran expectativa en sus lectores. La historia fue creciendo hasta transformarse en una novela corta. Sin embargo, la imaginación desbordada del escritor, su lenguaje preciso e imágenes bien engranadas no se quedaron ahí, sino que derivaron en una precuela. Así nació Divorcio Diferido II El sueño de Berenice, ambientada en época, espacio temporal que el autor logra dibujar como si fuera una pintura realista, profundizando esta vez la trama. Sus personajes cobraron una complejidad innegable y la relación con el texto anterior hacía más emocionante seguir el hilo que conducía su lectura. 

Cuando Daniel maduró y escribió Divorcio Diferido III El aquelarre, llevó la acción a una época anterior; los acontecimientos seguían mutando y envolvían en situaciones inquietantes y terroríficas a quienes las leían. El Señor de las tinieblas iba introduciéndose gradual, pero inexorable en medio de las páginas, demostrando que la guerra entre el bien y el mal es el motor de la historia de la humanidad. Además, cómo un artilugio plagado de malignidad, objeto central de todos los libros, puede corromper a cualquiera, a tal punto de crear un devenir de maldiciones, muertes y dolor. 

Es indudable la habilidad del autor para dar cuenta de personajes fuertes y nobles que luchan siempre contra la oscuridad y con quienes quisieras identificarte, aunque también los villanos son tan insinuantes y atractivos que pueden hipnotizar a cualquier lector. 

Divorcio Diferido IV La batalla de las almas, fue un reto mayor porque tenía que cerrar el círculo abierto con el primer libro y debía encontrar el final preciso, que solo en la cabeza de Canals podía haberse desarrollado y lo consiguió. Esta vez, es la secuela de la historia que comenzó todo. Podrás conocer los caminos que tomaron Thomson, Berenice y Madame Clerk, además de la presentación de otros personajes como el Dr. Balguimor y Cheng, (El villano del relato El extraordinario caso de Susan Malcolm, del mismo autor). Los vínculos que los unen y los separan no te dejarán apartar la vista de las páginas. 

Otro aspecto que disfrutarás es cómo el autor retoma personajes que vuelven de otros tiempos y espacios a proteger o cobrar venganza. Por esta razón, si leíste las historias anteriores, vas comprendiendo y asombrándote del universo creado con la saga. 

Después de leer el último párrafo del cuarto tomo, reflexiono y llego a la conclusión de que solo un ser tan metódico, exigente y experto en el arte de narrar podía haber creado esta odisea tan bien entretejida. Como él mismo dice: “algunas veces, era capaz de escribir el relato del final hacia el principio o de la mitad a los extremos, sin perder el hilo general”. 

Cada uno de los cuatro libros puede ser leído de forma independiente, pero si tienes la oportunidad de leerlos todos, te lo recomiendo. Así te sumirás en un delicioso y escalofriante camino de horror y terror que no te dejará dormir varias noches seguidas. 


“Desde los albores de la humanidad hasta los tiempos presentes siempre han sucedido hechos extraños y difíciles de explicar”. 

“El Infierno suele estar más cerca de lo que pensamos”. 

Fragmentos extraídos del viejo grimorio de Madame Clerk 

“Que nada perturbe el descanso de los muertos”.   

Epitafio   

Capítulo I 

Una extraña invitación... 

Las sombras del crepúsculo abrazaban el augusto edificio del museo, cuando los perros que guardaban la finca comenzaron a aullar sin ningún motivo aparente. En el sótano, el doctor Balguimor y Cheng, su ayudante, transportaban en una camilla con ruedas el cuerpo desvanecido de un indigente hacia la sala de autopsias. Allí, en medio de la diáfana estancia, había un tanque de vidrio transparente repleto de una viscosa sustancia de color verde fosforescente, una mesa metálica con varios cajones llenos de instrumental quirúrgico, dispuesta para efectuar operaciones, una gigantesca cámara frigorífica y una especie de máquina filtradora llena de tubos y conexiones. Un fuerte olor a fenol impregnaba la aséptica atmosfera. 

—Desnúdale y sumérgelo en el interior, mañana espero una visita importante y debemos preservarlo. No quiero que se inicie el proceso de descomposición cuando fallezca. 

El asiático, sin responder, cogió las tijeras y cortó los harapos que cubrían al vagabundo, que permanecía inconsciente. Preparó un potente tranquilizante y, mediante una jeringuilla metálica, lo inyectó en el brazo del “paciente”. Media hora más tarde, el diligente ayudante, siguiendo al pie de la letra las instrucciones recibidas, introdujo el cuerpo inerte y desnudo, aún vivo, en el tanque. Para facilitar su trabajo, Cheng utilizó un sistema de poleas, unidas a un contrapeso, que colgaban del techo y unas cinchas de sujeción. El desdichado flotó un instante, antes de sumergirse, borboteando entre ligeros espasmos involuntarios. Su muerte fue casi instantánea.

Abandonando la tétrica estancia, el doctor ascendió las escaleras, cerró la pesada puerta con llave tras de sí y abrió la contigua, accediendo a su despacho. Una vez allí, colgó su chaqueta, atizó los rescoldos de la chimenea y se sirvió una dosis del licor contenido en una botella de vidrio tallada. Paladeó la bebida, se quitó los zapatos, programó un despertador y se arrellanó en el mullido sofá. Muchas noches pernoctaba allí mismo. 

Cerca de las diez de la mañana el tintineo del reloj le despertó. Procedió a lavarse las manos en una jofaina, se peinó, atusó su ropa con prolijidad y, tras comprobar su aspecto en un espejo, se sirvió una taza de café. Media hora después, el timbre de la entrada anunció la tan esperada visita. Dobló el periódico que estaba leyendo, apagó el cigarrillo y cogió la chaqueta del perchero dispuesto a recibir a su insigne invitada. A través de la cristalera, situada bajo el umbral de la entrada principal, pudo contemplar a Madame Clerk acompañada por su asistenta. 

Ambas mujeres admiraban el contorno de la finca rodeada por una muralla de setos, podados y coronados con espino, para evitar las visitas indeseadas. 

—Les doy la bienvenida a nuestras instalaciones, permítanme sus abrigos —saludó afable, el doctor, nada más abrir la puerta. 

—Agradecemos mucho su invitación, Dr. Balguimor, aunque debo confesarle que me siento algo confusa —respondió la médium mientras se despojaba de su capa. 

Madame Clerk llevaba un elegante vestido negro adornado con ribetes y arabescos dorados. Lucía su larga melena lisa y nívea. Balguimor, que la conocía solo por referencias, no pudo dejar de admirar su belleza. Berenice también se quitó el abrigo; en aquella estancia hacía un calor inusual. 

—Antes de explicarle el asunto que nos reúne, me gustaría enseñarles nuestra humilde exposición. No la inauguramos hasta el próximo domingo y el museo aún permanece cerrado al público, así que nadie nos molestará —propuso Balguimor, a la vez que colgaba ambas prendas en un pequeño vestuario situado en un lateral del zaguán. 

Desde los ventanales abiertos de la sala que albergaba la exposición se veía el extenso y cuidado jardín. En un perfecto orden preestablecido los visitantes del museo podían contemplar en sus vitrinas una gran colección de piezas exóticas, algunas únicas en su género, relacionadas con la magia, el esoterismo, el ocultismo y las artes adivinatorias. En las paredes de ambos lados se observaban aún varios andamios y un indisimulable olor a pintura fresca dominaba la estancia. 

En la primera sección, dedicada al tarot, Madame Clerk quedó cautivada. Los exquisitos mazos de cartas, abiertos en abanico, eran una verdadera joya para cualquier tarotista. La Muerte, El Loco, La Estrella, El Diablo, El Sol, La Rueda y el resto de arcanos mayores aparecían representados en todas ellas, pero cada baraja era única e irrepetible debido a su origen o a la persona a la que había pertenecido. El expositor contenía, entre otros originales, una reproducción incompleta del primer mazo conocido: el Visconti-Sforza. Estaban también el cíngaro, el marsellés, el egipcio, el Rider Waite, etc. 

Una de las barajas capturó la atención de Madame Clerk. Aparte de incompleta, los bordes de los naipes estaban calcinados y las imágenes se mostraban algo ennegrecidas. 

—Este tarot perteneció a la condesa rusa, Caterina Elianka, amante y colaboradora de Rasputín. Como saben, ambos fueron asesinados en el palacio de Yusúpov. La baraja, obsequiada por ella, fue encontrada junto al cadáver del oráculo en el bosque de Pargolovo mientras lo estaban incinerando y alguien rescató el mazo antes de que ardiera por completo —añadió el erudito doctor—. Es una de nuestras más recientes adquisiciones y aparte de extraña, su valor es incalculable. ¿Domináis las cartas, Madame Clerk? 

—Mi especialidad es la quiromancia, pero también practico la cartomancia a veces. No obstante, mi baraja no tiene punto de comparación con las suyas. Le felicito. 

—También tengo entendido que es usted médium... —continuó Balguimor, de pasada, como restándole importancia al asunto. 

Berenice y Madame Clerk intercambiaron una fugaz mirada de complicidad antes de responder: 

—Sí, es cierto, aunque hace mucho tiempo que no utilizo esta habilidad. 

«La última vez casi te cuesta la vida», le recordó Berenice a través de su mente. 

Continuaron en silencio admirando las piezas expuestas tras las vitrinas. La segunda sección de la exposición estaba dedicada a la magia de civilizaciones y tribus ancestrales: máscaras africanas utilizadas en oscuras ceremonias, muñecos vudús, vestimentas de chamanes, pipas talladas, lanzas, amuletos, afilados machetes, cuchillos rituales con elaboradas empuñaduras y un extenso herbolario con muestras de todo tipo de plantas y semillas como la ayahuasca, el peyote o la coca, utilizados por los indígenas para provocar sus visiones místicas. 

—Sin ánimo de parecer indiscreta, doctor, me gustaría hacerle un par de preguntas —dijo Madame Clerk. Sin esperar su aprobación, aventuró: —¿No teme que entren a robar? 

Balguimor respondió impasible: 

—Desde aquí no pueden verlos, pero tras esa balaustrada de piedra, disponemos de una jauría de feroces mastines que vigilan el perímetro de la finca durante la noche y la policía acostumbra a efectuar rondas periódicas por las inmediaciones, —añadiendo—: mi asistente y yo también vivimos aquí, en un edificio anexo. 

«Necesito ir a la toilette», comunicó Berenice. 

—Dr. Balguimor, ¿puede indicarle a mi asistenta donde está el aseo de señoras? 

—Por supuesto, solo tiene que salir por el otro extremo de la sala —indicó con amabilidad. 

Mientras Berenice se dirigía a la zona indicada, Balguimor y Madame Clerk, continuaron con la conversación: 

—¿Dónde consigue los fondos para mantener el museo? 

La pregunta arrancó una sonrisa al doctor: 

—Con aportaciones privadas de los socios que forman la Sociedad Espiritista y, también, percibimos una generosa subvención gubernamental. 

—¿Del gobierno? Madame Clerk comenzó a intuir el oculto interés que tenía la inesperada invitación de su anfitrión. 

Mientras la pregunta de la médium aún flotaba en el aire, Berenice entraba al cuarto de baño. Unos minutos después, cuando se disponía a salir, observó enfrente dos puertas contiguas. Se entreabrió una de ellas, apareciendo un tipo, con aspecto asiático, cargando un puñado de harapos entre sus brazos. No la vio. El joven, liberando una de sus manos, cerró la puerta con llave y desapareció por uno de los laterales del ancho pasillo. Al entrar a la sala, de nuevo, Berenice escuchó la voz del doctor:

—Muchas de estas piezas pertenecen a colecciones privadas y son cedidas en depósito. 

La tercera sección era la más extensa y surtida en cuanto a los objetos comentados por el doctor. En ella se exponían gran variedad de reliquias sacras: orbes, antiguos y lujosos relicarios con forma de arquetas, ostensorios, bustos... Al fondo podía observarse una reproducción de la esfinge egipcia, una efigie del bárbaro dios Moloch realizada en bronce y un primitivo altar romano utilizado para la interpretación de las vísceras de los animales antes de las batallas. A continuación, había otra colección con tablas de la ouija, péndulos, varas de zahorí, bolas de cristal y unas indefinidas herramientas mágicas provenientes de tiempos oscuros y subdesarrollados: runas, huesos de animales, piedras de sílex, cráneos agujereados... Mientras admiraban la exposición, Madame Clerk y el doctor continuaban estudiándose uno al otro. Balguimor remarcó justo al pasar ante las ouijas: 

—Supongo que reconoce estas tablas, madame. 

—Claro que sí —respondió la médium, contraatacando—. Por cierto, ¿tiene usted alguna habilidad mágica o adivinatoria? 

—No, mi interés en lo esotérico es científico, aunque siento una gran fascinación por todo lo relacionado con las ciencias ocultas. Mis estudios se centran en la potenciación de estas habilidades mediante la experimentación. 

—¿Qué actividades desarrollan en la Sociedad Espiritista? ¿Son también científicas o solo lúdicas? —preguntó de nuevo, Madame Clerk, mostrando un gran interés. 

—Debe saber que para pertenecer a la Sociedad no es suficiente con disponer de unos recursos económicos considerables. En la admisión, requerimos una cierta dosis de sensibilidad espectral. 

—Así que los socios son también médiums... —dijo Madame Clerk sin esperar su réplica—. Interesante, muy interesante. 

Se aproximaba el mediodía, cuando visitaron la cuarta zona de la exposición. Al lado de una fidedigna reproducción de un caldero destinado al aquelarre, había unos paneles en los que se exhibían fotografías de hechiceros, brujas, reconocidos magos y médiums en medio de sus escabrosas sesiones. Podían contemplarse extrañas imágenes de ritos y lugares considerados como “energéticos”. En otras vitrinas horizontales, custodiados bajo llave, habían dispuesto varios antiguos grimorios originales, cuyas páginas abiertas mostraban conjuros, recetas de pócimas, dibujos y grabados arcaicos de criaturas sobrenaturales. Una vez finalizada la visita, Balguimor, fue directo al grano: 

—Me gustaría pedirle un favor, Madame Clerk. ¿Estaría dispuesta a dar una conferencia a los miembros de la Sociedad Espiritista acerca de su propia experiencia sobre la materia? Por supuesto, sería bien remunerada por ello. 

—Como usted mismo ha dicho, Dr. Balguimor, a veces el dinero no lo es todo. ¿Solo debería pronunciar una conferencia o se espera algo más de mí? 

Balguimor, buen conocedor de la psicología humana sabía que su interlocutora, aparte de inteligente, no era una persona cualquiera, así que optó por sincerarse desde un principio: 

—Digamos que, tras pronunciar la conferencia, queremos proponerle un asunto delicado y confidencial que puede repercutir en un gran avance científico. Por supuesto, usted tendrá la última palabra al respecto y, si no le interesa nuestra propuesta, siempre podrá declinarla. Pero no avancemos acontecimientos, mi intención es que conozca primero al resto de miembros de la Sociedad y juzgue el alcance de nuestro proyecto per se

«Vámonos, no me gusta este tipo ni este lugar», proyectó Berenice. 

—Siento cierta curiosidad por escuchar su propuesta, déjeme pensarlo... 

Al salir les esperaba un taxi solicitado por el propio doctor. Desde la ventanilla, Madame Clerk comprobó que ningún cartel externo anunciaba la existencia del museo ni de la Sociedad Espiritista.

«Le gustas», emitió Berenice sin mirarla. 

«Lo sé», respondió Sofía Clerk. 

En el sótano, el cadáver preservado del mendigo seguía flotando en el jugo. Ni en sus peores pesadillas etílicas aquel pobre diablo hubiese podido imaginar su infortunado y fatal deceso.   


Una conferencia especial... 

Los asistentes que llevaban un buen rato sentados, ocupando la totalidad del aforo del auditorio del museo, enmudecieron al ver aparecer a la famosa vidente. Los espiritistas de la Sociedad mostraban un respeto reverencial ante la augusta presencia de la ponente. Para inmortalizar el acontecimiento, el propio Cheng registró la escena, realizando unas cuantas fotografías de rigor.  Desde el estrado, Madame Clerk inició su parlamento ante sus distinguidos colegas: 

—En esta conferencia voy a tratar de explicar cómo hay que penetrar en el Más Allá sin pagar un alto precio por ello. 

La médium no pudo dejar de observar que la mayoría de los invitados tenían el cabello blanco como ella misma, fruto de sus incursiones por los senderos de ultratumba. 

—Solo se pueden invocar los espíritus que están en el limbo, aquellos cuyo destino final aún está por definir...

 Alguien indefinido entre el público, le interrumpió: 

—¿Qué destinos hay? 

—Los conocen a la perfección, son lo que denominamos Cielo e Infierno, según proceda o si lo prefieren: el Jardín de las Hespérides y el Tártaro, para los no creyentes; cualquier analogía sobre el bien y el mal puede ser aceptada.

 Una ola de murmullos recorrió la sala. 

—Ha comentado que solo las almas invocables son las que están en el limbo. ¿Qué hay acerca de las que moran en el Purgatorio? ¿Se pueden invocar? —preguntó, de nuevo, la voz anterior. 

—Sí, porque aún no han entrado en el Cielo. 

Balguimor, situado cerca de ella, creyó conveniente intervenir: 

—Queridos colegas, dejen las preguntas para luego. Estoy convencido de que, Madame Clerk, se prestará a responder todas sus dudas cuando termine la conferencia.  

Al cabo de una hora la sala tronó en una intensa ovación. Mientras la médium acababa de responder a las preguntas que le planteaba el público, Balguimor con semblante severo, se dirigió a Cheng en voz baja: 

—Cuando acabe, procura que no nos importunen. Acompaña a los invitados hacia el exterior y cerciórate de que no quede nadie en el recinto —añadiendo—: luego, suelta a los perros. 

El joven asintió. Al escuchar los primeros aplausos que anunciaban el cierre del acto, el doctor, se dirigió a Madame Clerk:  

—Ha estado sublime. Sígame, por favor, me gustaría comentarle algo a solas —dijo, acompañando sus palabras con un gesto que indicaba una puerta lateral. 

—Es usted un adulador. 

Sin más preámbulos, ambos salieron en dirección al despacho de Balguimor; en el enmoquetado pasillo aún retumbaba el eco de los aplausos. Una vez allí, el doctor adoptó un tono amable y seductor: 

—¿Le apetece tomar algo? 

—No, gracias. 

—Si no le importa, me serviré una copa mientras charlamos. 

Madame Clerk posó sus ojos en una especie de almirez situado al lado de las botellas del mueble-bar. 

—¿Es una pieza del museo? —preguntó con curiosidad. 

—Sí, pero es falso, una baratija india sin valor alguno; lo uso como pisapapeles—explicó con una sonrisa. 

Tomaron asiento en el sofá. Introduciendo la mano en el bolsillo de su chaleco, Balguimor extrajo un cheque doblado. 

—Estoy intrigada, doctor. 

—Aquí tiene el pago por sus servicios. 

Desdoblando el papel, la médium comprobó la cantidad y dijo: 

—Es tres veces más de lo que acordamos. 

—Lo sé. Me gustaría hacerle otra propuesta. 

—¿Desea que pronuncie más conferencias? 

—Quiero que se involucre en nuestro proyecto espiritista; si acepta, en cada sesión, recibirá un cheque como este en pago por sus servicios y su confidencialidad. 

«La oferta es tentadora, —no dejó de pensar Madame Clerk—, además trabajaríamos juntos». 

—Le facilitaré una copia del contrato privado que le proponemos y, si decide aceptar, devuélvamelo firmado. 

De regreso a la herboristería, lugar en el que todavía seguía viviendo junto a Berenice, mantuvo una pequeña discusión con ella: 

«Llegas tarde, Sofía», pensó con acritud. 

«El doctor Balguimor me ha hecho una propuesta difícil de rechazar», respondió la médium. 

«Te gusta, ¿verdad?, tus ojos brillan de forma inequívoca cada vez que hablas de él». 

«No voy a negar que le encuentro atractivo, pero mi interés es solo profesional». 

Berenice desapareció por el angosto pasillo, maldiciendo en su mudez.


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