AKIRESTEXIA La crisálida

Prólogo del autor

Akirestexia es un término acuñado por el propio autor que trata de englobar aquellos retazos de pensamiento, a menudo en tono irónico, que surgen abruptamente por la mente de un escritor: terror, injusticia, nostalgia, miedos, incertidumbre, paz infinita, surrealismo... Un libro ecléctico que contiene razonamientos, citas, sugerencias, conversaciones, relatos, teatro, ejercicios, un guion, reseñas, fragmentos..., descubre este curioso collage. 

No entendía que me impulsaba a escribir este libro, hasta que llegué casi a su fin. Es una metamorfosis, el renacimiento a un nuevo estilo literario. Hay un antes y un después de Akirestexia.


Fragmento de:

Transparencias

Un águila volteaba por encima de sus cabezas intentando elegir una posible presa. Tras observarles con atención, giró su plumífera cabeza con indiferencia; aquellos cabrones eran demasiado grandes para transportarlos hasta su nido. Henry Chinaski y el Führer se observaban en silencio; ninguno de los dos sabía con exactitud cómo romper el hielo. 

Adolf entrecerraba ligeramente sus ojos como tratando de recordarle. Henry bebió un largo trago de schnaps y le pasó la botella al Führer, aunque este rehusó su invitación:

—Parece que nos han condenado a entendernos. Quizás estamos en el infierno... —comentó, tras azotarse el lingotazo.

—¡Nein! ¡Patrañas! Dios no existe y el Diablo menos.

«Tú sí que fuiste un buen demonio», pensó Chinaski fugazmente, antes de proponer:

—Creo que es mejor empezar desde el principio. Aunque, difiramos en nuestras concepciones intelectuales, estoy seguro que podemos encontrar algunos puntos en común.

—¡Jawohl! —exclamó el canciller.

—Una vez, en la universidad, me hice pasar por nacionalsocialista, ¿sabe? —explicó Chinaski.

—Yo fundé el nacionalismo —respondió Adolf, con tono solemne y una mirada brillante y soñadora.

«Esto debe ser una especie de autopsia histórico-psicológica —pensó de nuevo Chinaski, a la par que una ráfaga de viento provocaba el tener que subir el cuello de su raída chaqueta—. Menos mal que me han dejado mi viejo gorro de lana». Si aquel lugar en el que se encontraban no era el Berghof, se le parecía mucho: hacía el mismo frío alpino. Sin buscar la aprobación de su interlocutor, volvió a tantear la botella para calentarse un poco. 

De repente, y sin venir a cuento, Hitler dijo con aspereza y un cierto deje de amargura en la voz a la par que fruncía el ceño:

—Mi padre me pegaba...

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